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EL PAN FRANCÉS NO VIENE DE FRANCIA

Por: Jorge Jaeckel
Febrero de 2015
Publicado en la Revista P&M. Febrero 2015


PARA ENTENDER EL ALCANCE DEL PRINCIPIO DE VERACIDAD ES IMPORTANTE PARTIR DE LA BASE
DE LA REALIDAD

Cuando se leen las normas que regulan la publicidad, siempre hay una constante que se presenta en todas ellas y que se podría resumir en la siguiente frase: La publicidad debe ser verdadera. Bajo este principio, ¿qué pasa con eslóganes publicitarios tales como “Coca-Cola, la chispa de la vida”, “Johnson y Johnson, el lenguaje del amor”, o “Club Colombia, perfecta”?. O, ¿qué pasa si un consumidor se siente engañado porque se le ofreció “pan francés” y él creyó que era pan importado de Francia, cuando en realidad se trataba de pan colombiano?

Ninguna de las frases arriba citadas es literalmente cierta, por lo que si se aplicara el principio de veracidad en forma estricta, se llegaría al absurdo de tener que retirar todos los eslóganes, junto con casi toda la publicidad. Para entender el alcance del principio de veracidad es importante partir de la base de la realidad que se pretende regular o evaluar. Una de las características básicas de la publicidad, consiste en que es una forma de comunicación en la que intervienen un emisor y un receptor que se encuentran ligados por un mensaje. En este orden de ideas, el mensaje no son las palabras, frases o imágenes que aparecen en el anuncio, sino la idea que, dentro del contexto, transmiten todos los componentes, donde podrá haber mensajes implícitos y explícitos.

Así las cosas, una pieza publicitaria podrá contener frases o imágenes que siendo literalmente falsas, al ser interpretadas dentro del contexto transmitan un mensaje que no engañe al consumidor; al igual que podrá contener frases e imágenes que siendo en estricto sentido verdaderas, al ser interpretadas dentro del contexto, transmitan un mensaje engañoso de aquello que se anuncia.

Como consecuencia de lo anterior, lo importante no es si lo que se dice o aparece en un anuncio publicitario es falso o verdadero, sino si el mensaje que se transmite engaña o no engaña al consumidor racional. La segunda consecuencia que se genera del hecho de entender la publicidad como una forma de comunicación, consiste en que el error en la interpretación de un mensaje puede tener origen en el emisor, al igual que puede tenerlo en el receptor.

Bajo esta perspectiva, el anunciante (emisor) no es responsable por las interpretaciones absurdas que pudiera hacer un consumidor que se aparta del sentido natural que le daría un receptor normal al anuncio. Por ejemplo, si algún colombiano piensa que el pan francés es el que se importa de Francia, así su error sea genuino, no es suficiente para calificar el anuncio como engañoso, pues se trata de una interpretación aislada que no refleja el entendimiento general de la expresión “pan francés”.

Si se tiene en cuenta que una pieza publicitaria puede ser observada o recibida por un número amplio de personas, podría suceder que cada una de ellas le diera una interpretación distinta, haciendo imposible para el anunciante prever todas y cada una de las que pudieran surgir del anuncio, entre ellas las absurdas o ridículas. Dado que nadie está obligado a lo imposible, el anunciante sólo es responsable por el engaño al que pudiera ser inducido un consumidor común y corriente que interpreta el mensaje transmitido en una forma normal, natural y obvia, dándole a las palabras e imágenes el sentido que tienen dentro del contexto en el que aparecen, pero no será responsable por las interpretaciones absurdas o ridículas.

Como consecuencia de lo anterior, quien evalúa una pieza publicitaria para determinar si la misma es engañosa, lo primero que debe hacer es establecer cuál es el consumidor normal de los bienes o servicios que están siendo anunciados, para posteriormente determinar cuál es la interpretación natural que ese consumidor le da al mensaje que transmite la pieza publicitaria. En este segundo paso es importante no hacer un análisis del mensaje bajo los parámetros que fijaría un experto, pero es más importante todavía no hacerlo en la forma en que lo haría una persona limitada en sus capacidades intelectuales, pues en ese caso se estaría subestimando al consumidor.

 

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